Agosto de 2008
La naturaleza parece tener una manera de construirse a sí misma de manera que cada elemento es único y por lo tanto tiene una identidad propia. En un rosal no se encuentran dos rosas iguales, al igual que las hormigas vistas en el microscopio son distintas unas de otras e incluso las rocas o piedras de un camino no son iguales entre sí. Lo mismo ocurre con la producción natural del ser humano: sus descendientes, que también son únicos y por lo tanto tienen su propia identidad.
En ese entorno tan diverso, al ser humano le surge la necesidad de identificar a todos los elementos para lo cual solemos utilizar nombres. Un pastor suele poner nombres a elegir sus ovejas y las distingue perfectamente, aunque a los demás nos parezcan iguales. Cada uno de nosotros tiene un nombre, que puede constar de uno o varios apellidos, de manera que progresamos en la identificación de la persona. Las montañas, los ríos, los lagos, los lugares, las ciudades como los pueblos, las estrellas, los planetas, etc. son dotados de una identidad a través de la identificación humana.
Curiosamente, la identidad es un resultado directo de la existencia de la diversidad. Al ser cada elemento distinto y único y por lo tanto diverso, el ser humano los identifica como elementos únicos dotándoles no sólo de identidad, sino también de clase o conjunto de elementos que comparten una cierta característica.
El ser humano, que es quién define esta identidad, se dota a sí mismo también con una identidad. Cada ser humano conforma su identidad de manera compleja: en primer lugar por una identidad ajena, con la que le identifican los demás, y en segundo, por una identidad propia, que es la que absorbe el propio individuo. En esa identidad, tanto propia como ajena, la sociedad o el grupo de gente con el que convive es determinante. Así una persona primero se encuentra identificada con su familia, que aporta parte de su identidad, y luego con su tribu o grupo más cercano, y luego con el grupo de gente que habla el mismo idioma, y luego con el grupo de gente que está en su territorio o estado, y luego con su continente, etc.
De igual manera, el individuo se identifica con las costumbres, tradiciones, religión, etc. de un grupo determinado. Además, su aprendizaje incorpora otros elementos de identificación como su profesión, sus estudios, etc. El resultado final es una identidad muy compleja hecha por un conglomerado de realidades objetivas y subjetividades, las cuales generan a su vez la separación de otros grupos de personas cuyos rasgos principal de identidad no se corresponden con los propios.
De esta manera se conforma también la identidad de grupos y como consecuencia directa la diferenciación de aquellos que no encajan en ese identidad.
Esta identificación con un grupo concreto, ligada al instinto de conservación y la lucha por la supremacía de ese grupo, ha tenido como consecuencia la mayor parte de los conflictos y abusos de la historia, en los que la identidad propia y la diferencia ajena (de raza, de religión, de costumbres, de lengua, etc.) han sido siempre esgrimidas como justificación.
De hecho las sociedades se han construído manteniendo esta diferencia de identidades dentro de su seno, generando paradigmas de discriminación internos que han pervivido durante siglos (género, religión, raza, orientación sexual, diversidad funcional ,etc.) y que sólo han sido derribados paulatinamente por la lucha de estos colectivos por sus derechos.
Las sociedades desarrolladas actuales conviven con esta problemática, adoptando soluciones superficiciales, sin profundizar en las raíces de la discriminación. Mientras reforcemos nuestra identidad social, en lugar de tomar conciencia de nuestra diversidad natural, no daremos con la solución.